Hablemos-de

Foto: El Siglo de Torreón

Campaña de oportunidades

Luis A. Monroy-Gómez-Franco* y Roberto Vélez Grajales**

Como cada seis años, el proceso electoral para elegir al Presidente de la República obliga a las y los políticos participantes a buscar desarrollar una narrativa consistente sobre el país. En el ámbito del desarrollo social, más allá de que la problemática de la pobreza se mantiene como la prioritaria en el discurso público, en los últimos años su entendimiento se ha ampliado, dándole cada vez más importancia a sus factores determinantes, entre los que destacan las desigualdades. No obstante, una menos discutida, pero no por eso menos importante para ampliar las opciones para un desarrollo sostenible con movilidad social, es la desigualdad de oportunidades.

Ante la necesidad de votos, es impensable que haya contendientes que afirmen que las personas en condición de pobreza la sufren por falta de esfuerzo, porque se lo merecen o porque así lo quieren. Tampoco van a argumentar que el esfuerzo de las personas no debe ser recompensado. Sin embargo, lo que hay que señalar claramente es que la supuesta disyuntiva entre estos dos argumentos extremos no existe: la convivencia entre un piso digno de bienestar y una dinámica de competencia se encuentra en la posibilidad de que la población, generación tras generación, cuente con un paquete equivalente de oportunidades a través de bienes y servicios públicos que le permita alcanzar su potencial. Este paquete tiene que ir acompañado de una estructura de leyes y regulaciones que deriven en un esquema de asignación de recompensas de mercado que efectivamente premie por el esfuerzo y no por las circunstancias que están fuera del control de las personas. Ambos elementos permitirán construir una sociedad con opciones de movilidad social para toda la población. A esto es a los que nos referimos con igualdad de oportunidades.

Cualquier discusión sobre el futuro de México debe partir del reconocimiento de que no todas las personas nacen bajo las mismas circunstancias, y que las diferencias en características personales no tienen que convertirse en desigualdades. También debe resaltarse el hecho de que aunque se trata de una primera condición necesaria, no es suficiente con invertir en las capacidades educativas y de salud de las personas al inicio de sus vidas. De ahí la importancia, también, de reconocer que la dinámica del mercado laboral, incluso con una población más o menos igualmente capacitada, no se traduce en las mismas opciones de participación, ni tampoco en niveles salariales que se acerquen a un reflejo del esfuerzo de las y los trabajadores. Un ejemplo notorio, aunque no único de lo anterior, es la situación de las mujeres.

La desigualdad de resultados que se construye sobre las bases de la desigualdad de oportunidades no se resuelve dejando todo en manos de las transferencias monetarias ni tampoco con una política agresiva de incremento de salario mínimo (incluso, a pesar del papel trascendental que esta última ha jugado en los últimos años). A final de cuentas, en ambos casos se trata de políticas que mitigan el efecto de la desigualdad de oportunidades, pero no revierten la influencia de las reglas del juego que limitan el acceso a oportunidades a algunos, mientras se las proveen a otros. Para ello se requiere, necesariamente, de una agenda más ambiciosa, tanto en magnitud de los cambios como en el número de dimensiones. Abordar la problemática de las desigualdades estructurales vigentes desde la perspectiva de las circunstancias y las oportunidades nos ayuda a entender de mejor manera sus causas. Aprovechemos la coyuntura electoral para discutir y comprometernos con una ruta más efectiva de solución.

*Universidad de Massachusetts, Amherst e Investigador Asociado Externo del CEEY.

**Director Ejecutivo del Centro de Estudios Espinosa Yglesias.

Artículo publicado originalmente en Reforma el 18 de junio de 2023.