Un Sistema Nacional de Cuidados para detener la violencia
Entrevista a Mónica Orozco por Sandra Barba
La atención que la sociedad y los medios de comunicación han puesto, sobre todo durante las últimas semanas, en los femincidios representa una excelente oportunidad para dar a conocer soluciones concretas. Al respecto, seguimos pensando la violencia de género como si estuviera desconectada de la desigualdad laboral entre hombres y mujeres: el trabajo no remunerado que nosotras hacemos en casa nos coloca en relaciones de subordinación y dependencia, limita nuestras oportunidades e impide que muchas salgan de los estratos socioeconómicos más bajos. Mónica Orozco, maestra en estadística y actuaria, con su impresionante experiencia en evaluación de políticas y programas públicos, y sus investigaciones sobre pobreza y género, diagnostica la relación entre trabajo y violencia y propone, con un sentido de urgencia, que avancemos en el Sistema Nacional de Cuidados.
En la conversación pública, solemos separar la violencia sexual contra las mujeres del mundo del trabajo como si no hubiera relación entre ambos. ¿Cómo entiendes tú el vínculo entre ellos?
Para entender la violencia contra las mujeres definitivamente hay que pasar por las relaciones desiguales de poder: estas tienen que ver con la división de tareas por sexos en actividades remuneradas y las que se hacen al interior del hogar, que no están remuneradas. Además, y en especial, hay una estructura institucional y normativa –el Estado mexicano y sus políticas públicas– que provoca que estas relaciones desiguales de poder permanezcan e incluso se potencien.
Quiero poner un ejemplo. Tenemos un sistema de seguridad social que no protege a las mujeres que se dedican al trabajo dentro de sus hogares y al trabajo de cuidados, aunque ese tipo de trabajo ya fue reconocido como tal –la Organización Internacional del Trabajo así lo reconoce, pero no hemos podido terminar de avanzar en ello–. De modo que si queremos disminuir la desigualdad en las relaciones de poder, tenemos que contar con mecanismos de protección y seguridad social que sean universales, que realmente permitan ejercer esos derechos. No podemos tener medidas parciales. El sistema de salud está en un momento de transición muy importante: de la integración y el funcionamiento de estos servicios dependerán las oportunidades que tendrán las mujeres para cuidar de su salud.
Podemos decir lo mismo de los seguros y las pensiones. Y no sé por dónde vamos a avanzar en esto… Ampliar apoyos para los adultos mayores, incluidas las mujeres, puede ser una buena iniciativa en lo inmediato, pero no será suficiente. No tenemos una estrategia, sostenible en términos financieros, para avanzar hacia un sistema unificado, amplio y verdadero de bienestar social.
Pasa lo mismo con otros componentes de la seguridad social, como el crédito de consumo y el crédito de vivienda. Las desigualdades de género en cuanto a los bienes y el patrimonio, el sistema de salud fragmentado y la desigualdad laboral y salarial tan grande provocan que las mujeres tampoco puedan beneficiarse de esos esquemas de crédito, que fueron diseñados para los niveles de ingreso que suelen conseguir los hombres. Esto hace que al final de sus vidas, las mujeres, en el imss o el issste, no puedan alcanzar los niveles para cotizar pensiones ni obtener un crédito para la vivienda. Todos estos son temas fundamentales, que deben estar en la agenda feminista aunque no se mencionen tanto ni se identifiquen con tanta claridad como otros asuntos.
El problema inmediato, que se relaciona con la violencia que padecen mujeres y niñas, tiene que ver con el Sistema Nacional de Cuidados. En México funcionamos con una lógica anticuada, de hace muchas décadas, en la que el trabajo no remunerado de las mujeres compensa las debilidades del mercado laboral, los salarios bajos, la falta de competitividad. Los salarios son tan precarios que las mujeres tienen que salir al quite para cubrir las necesidades básicas del hogar, tienen que compensar esos salarios bajos en familias donde el único proveedor es el hombre. Lo hacen no solo con su trabajo de cuidados sino con el resto de su trabajo no remunerado, que ahorra gastos pero provoca que las mujeres tengan un montón de tareas. Las mujeres realmente estamos subsidiando los salarios precarios. Uno lo puede ver en el nivel micro, en los hogares, y en el nivel macro: las mujeres, cuando se dedican exclusivamente a trabajos no remunerados, subsidian la desigualdad económica y patrimonial.
No solo eso. Subsidiamos la falta de servicios que debería proveer el Estado. Un ejemplo muy claro es la falta de agua. Uno puede imaginar que esto ocurre lejos de la Ciudad de México, pero todos los días pasa en Iztapalapa. Las mujeres subsanan esa falta de provisión del servicio público, lo que limita su posibilidad de participar en otras actividades. Porque alguien tiene que esperar a que llegue la pipa, alguien tiene que esperar a que caiga el agua y almacenarla. ¿Quién lo hace? Las mujeres. El tiempo que dedican a ello subsidia las omisiones de los gobiernos.
Esta falta de servicios públicos, que las mujeres compensan, debe ser muy grave en algunas regiones del país, considerando que a las feministas nos interesa la interseccionalidad.
El año pasado, a partir del Informe de movilidad social del ceey y la más reciente encuesta de movilidad (Emovi), pudimos medir las desigualdades regionales. Primero, quiero decir que los hombres y las mujeres tienen distintas posibilidades de movilidad social, es decir, de subir o bajar de estrato socioeconómico. En el ceey descubrimos que las mujeres escapan de los estratos más bajos en menor medida que los hombres; también descienden en mayor medida de los estratos más altos. Esto se exacerba a nivel regional.
El contraste más grave es entre el norte de México o la capital del país, donde la dinámica económica es mucho más intensa, y la región sur. La brecha es muy grande. Ahora bien, en ese entorno hay menos infraestructura del Estado: eso quiere decir que las mujeres tienen menos acceso a servicios de salud, educación y transporte. Esas mujeres subsidian más que otras las carencias del Estado.
Hay algo peculiar sobre el trabajo que desempeñan las mujeres, en comparación con el que hacen los hombres; tiene que ver con que se dedican al cuidado del hogar. Las mujeres no pueden darse el lujo de recorrer largas distancias para insertarse en los mercados de trabajo porque tienen la necesidad de cuidar a su familia: niños, adultos mayores, personas con discapacidad. Las distancias y los tiempos de recorrido realmente limitan las oportunidades de las mujeres.
Por si fuera poco, participan en actividades de tiempo parcial: es su estrategia para cumplir con ambas actividades, las del trabajo remunerado y las del trabajo no remunerado en los hogares. Esto, de nuevo, las limita. Cuando la necesidad las obliga a cumplir horarios más largos en el trabajo remunerado, pasa una de dos cosas: los parientes que necesitan cuidado no lo reciben, lo que afecta, por ejemplo, el desarrollo de los niños, o se valen de sus redes sociales. Pensemos el segundo caso: ¿quiénes son las que, a final de cuentas, brindan ese tipo de ayuda? Otras mujeres: la madre, la suegra, la hermana. Por lo tanto, en el agregado, otra vez somos nosotras quienes aportamos la mayor proporción de trabajo no remunerado.
Son compromisos ineludibles para ellas, que cumplen aunque falte infraestructura, aunque no haya servicios públicos. Todo se exacerba en las regiones del país con mayores tasas de pobreza, en estados como Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Veracruz. Ahí deben mejorarse y ampliarse los caminos, las escuelas, los centros de salud, por supuesto, pero también los poquísimos servicios de cuidado, como las guarderías, las estancias para niños y para adultos mayores. En esas zonas son prácticamente inexistentes. Y el subsidio que ponen las mujeres se vuelve enorme.
Pensando en soluciones, porque la conversación pública actual debe concentrarse en ellas, ¿qué otro tipo de políticas y programas eliminarían estas disparidades?
Quiero destacar aquellas que tienen el potencial de romper la desigualdad y la inmovilidad social (es decir, la posibilidad de salir del estrato más bajo). En México, un programa que funcionó durante los últimos veinte años, del que tenemos evidencia documentada y sólida, es Prospera (antes Oportunidades, antes Progresa). Sus becas tuvieron el efecto de una acción afirmativa, es decir, de una medida temporal que rompió los ciclos de desigualdad. En este caso, la medida afirmativa fue el apoyo diferenciado y mayor para las mujeres. Se volvió un incentivo para deshacer la creencia de que las niñas no deben ir a la escuela o tener vidas independientes como adultas. En el imaginario tradicional de nuestra sociedad, los jefes de familia que tienen pocos recursos deciden asignarlos a los hijos varones. Las becas rompieron con eso: permitieron que las niñas salieran del mismo punto de partida que los niños.
Las acciones afirmativas no son una ocurrencia, tienen un sustento normativo importante. Están respaldadas por la Convención para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (cedaw) y son reconocidas internacionalmente en la agenda de género. Yo creo que vale la pena retomarlas en todas las dimensiones. Tenemos una buena experiencia con las cuotas de participación política, en los congresos, pero tienen un largo camino por recorrer en los municipios y cabildos.
¿Qué falta? Aprovechar esa representación paritaria para transformar las propuestas de política y las adecuaciones legislativas pendientes. Por ley, la paridad no se limita al campo electoral, sino que se extiende a los cargos por designación en el gobierno y a la elección de personas para los organismos autónomos.
También es posible llevarlas a las empresas y otros centros de trabajo.
También ahí. Mientras no transformemos las estructuras económicas no podremos transformar las estructuras sociales. Tienen que ir de la mano, a fuerza.
Volviendo a la agenda feminista. Las mujeres saldremos a marchar el 8 de marzo y haremos un paro nacional el 9. ¿Qué política pública te gustaría que tuviéramos en mente?
Me gustaría que armáramos una agenda sustantiva de empoderamiento económico de las mujeres y que promoviéramos el Sistema Nacional de Cuidados, además de las estrategias específicas contra la violencia de género.
El año pasado, por ejemplo, se reformó el artículo 3° constitucional para incluir el derecho a la educación inicial. Pero esta reforma debe ser afín a la igualdad de género: no podemos desarrollar políticas de educación inicial que dependan, otra vez, del trabajo no remunerado de las mujeres y su aporte gratuito a la formación. Es importantísima la educación para los padres, pero tiene que hacerse en condiciones igualitarias. Si dejamos que recaiga en las mujeres la formación de los niños y el cuidado de otros integrantes del hogar, perpetuaremos la desigualdad. Hay que crear condiciones para que los hombres se involucren en ese trabajo de cuidados.
También, como mencionaba, debemos seguir aprovechando las cuotas, el logro de la paridad.
¿Y acerca de la violencia contra las mujeres?
Al principio de esta entrevista dije que la violencia de género tiene que ver con las relaciones desiguales de poder. La violencia es la expresión más evidente de la desigualdad por sus implicaciones en el bienestar físico y psicológico de las mujeres, en su integridad. Este problema requiere acciones inmediatas; por supuesto, se vinculan con el empoderamiento económico y político, pero hay medidas urgentes.
Tenemos niveles altos de impunidad, en general, pero en cuanto a la violencia de género se deben a que la discriminación permea en las instituciones. Necesitamos una estrategia de cambio cultural verdaderamente fuerte, acompañada de la transformación del quehacer sustantivo de las instituciones. Más allá de andar invirtiendo en lo que se ha conocido como sensibilización de género, requerimos una estrategia más integrada en el quehacer público.
Varias especialistas han dicho que esa sensibilización son parches, por ejemplo, en el Poder Judicial, pero que no resuelven el problema de fondo.
Es correcto. Esa sensibilización tiene que convertirse en una comprensión de las desigualdades de género y en cumplimiento de la ley. Contamos con un marco normativo muy sólido, basado en la cedaw, la Convención Belem do Pará, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia y todas las leyes homólogas. En los últimos años se ha fortalecido el marco normativo en cuanto a protocolos de feminicidio, actuación policial, atención a la trata, de alerta ante las personas desaparecidas. Pero no hemos logrado consolidarlos. Ahí está la norma, ahí está el mandato. Debemos entretejer esa sensibilización. Insisto, yo le llamaría comprensión y decisión para abordar la desigualdad de género. Eso ayudaría a prevenir los delitos contra las mujeres: porque debemos prevenirlos, no solamente esperar que ocurran y luego sancionarlos.
Estas acciones deberían reflejarse en el presupuesto. Será necesario gastar más.
El presupuesto siempre va a ser insuficiente porque el problema es muy profundo. Creo que podemos verlo desde la eficacia. Yo creo que sí hay márgenes de maniobra, si se mantiene el presupuesto sin aplicar recortes. Podemos hacer más eficiente el gasto, que brinde mejores resultados. Esto solamente se puede lograr con estrategias que no sean meramente conceptuales, que no estén únicamente plasmadas en programas institucionales pero que después no tengan asignaciones de recursos ni estrategias diseñadas de forma muy puntual, con procesos de monitoreo, seguimiento y evaluación.
Estamos muy alejados del ideal. Hay muchas instituciones que llevan a cabo diversas acciones, de manera desarticulada, repetitiva, que se aprovechan poco. Se tiene que pensar seriamente en tener un modelo que demuestre resultados, logros efectivos. Me parece que este es el momento para pensar una estrategia, de coordinar y gestionar instituciones, de articular lo que hacemos.
¿Algo más que quieras agregar a esta agenda feminista y nacional?
Ya hablé del vínculo entre el empoderamiento económico y el Sistema Nacional de Cuidados, pero además quiero recalcar la relación estrecha entre la violencia y ese sistema de cuidados en dos sentidos.
En primer lugar, necesitamos organizar sociedades con instituciones y reglas que permitan el cuidado de niñas y niños, es decir, el desarrollo seguro de las poblaciones infantiles. Y no solo me refiero a guarderías. Los niños en edad escolar, que al salir de clases están solos en las tardes porque sus madres y padres necesitan trabajar: no tenemos estructuras de cuidados para ellos. Eso los hace presa fácil del abuso y la delincuencia. Estamos lastimando a ese sector de la población al no tener estrategias para protegerlos.
En segundo lugar, tenemos políticas para los jóvenes que pueden ser fructíferas con ciertos ajustes, pero llegamos tarde a ellos. Necesitamos actuar desde la infancia y la adolescencia. El Sistema Nacional de Cuidados puede prevenir esos riesgos para las poblaciones infantiles y, encima, brindar a las madres trabajadoras la posibilidad de tener un trabajo remunerado, de construir otras vías de empoderamiento económico y participación en diversas áreas de la vida.
Me gustaría recalcar, entonces, la centralidad de ese sistema de cuidados. Es caro, sí, puede que cueste varios miles de millones de pesos. El contraste que debemos hacer es entre el costo presupuestal y el de perder a niños y adolescentes como los estamos perdiendo. A quien le parezca caro es porque no está viendo el otro costo, el costo social. Me parece que esta preocupación la compartimos todos. No creo que haya un sector de la sociedad que se niegue a avanzar en esta línea de trabajo. Necesitamos consolidar el Sistema Nacional de Cuidados.