¿Cuánto pagarías por reducir la desigualdad y la inmovilidad social?

Sandra Barba

Empiezo este post con una idea que ahora nos parece “de sentido común”. Quizá piensen, al leerla, que estoy perdiendo el tiempo, porque no hace falta escribir lo que es obvio. Pues, bien, voy a correr ese riesgo:

Los ricos deben pagar más impuestos y los pobres, menos. Si alguien tiene más entonces debe aportar más y viceversa. 

No creo que haga falta convencer a nadie, ¿verdad? Llevamos décadas conviviendo con esa noción, y todo ese tiempo ha bastado para que aceptemos su lógica y sentido de justicia, ¿no es así? Los mexicanos no somos la excepción. También pensamos de esa manera. Si no se trata de una idea novedosa, una que provoque rechazo (o al menos escepticismo) porque trastoca nuestra comprensión básica de la sociedad, entonces los “impuestos progresivos” deberían ser todo un éxito. Pero ¿son una idea tan popular?

Debo decirles que Raymundo Campos-Vázquez, Alice Krozer, Aurora Ramírez-Álvarez, Rodolfo de la Torre y Roberto Vélez-Grajales nos cacharon. Sí, ¡nos descubrieron! No hay que tomárselos a mal. Es parte de lo que hacen los economistas: “revelar preferencias”, es decir, probar qué tan cierto es lo que decimos anhelar. ¿Cómo? Con pesos y centavos. Yo puedo decir que quiero esto, aquello e incluso cosas del más allá, pero a la hora de sacar el dinero de mi cartera, revelaré cuál es −ya en serio− mi prioridad. ¿Y qué mejor manera de saber si realmente queremos reducir la desigualdad y propiciar la movilidad social que confesar cuánto dinero estamos dispuestos a invertir en conseguirlo? Otros estudios, explica ese grupo de investigadores, solían preguntar a los encuestados si el gobierno debería gastar, por medio de transferencias, para enmendar esa situación. La respuesta era que el gobierno –ese ente abstracto y lejano–, debería hacerlo. Claro, por supuesto, obviamente. Es más, se está tardando. Pero las cosas cambian cuando nos preguntan: a ti, a mí, a los mexicanos que vivimos en ciudades de más de cien mil habitantes. Eso es justo lo que hizo la encuesta que los investigadores diseñaron para el estudio “Perceptions of inequality and social movility”. Entonces, ¿cuánto dinero estamos dispuestos a sacrificar para que en México haya menos desigualdad y más movilidad social?

La respuesta es: menos de lo que deberíamos. Nos gusta pensar que pagamos demasiados impuestos. En promedio, dice el estudio, creemos estar cediendo el 39% de nuestros ingresos, cuando en realidad aportamos… el 22.1% (también en promedio). Amigos: estamos exagerando. Casi nunca tengo la oportunidad de medir el tamaño de la exageración, propia o de alguien más. Y ahora que la tengo, no quiero desaprovecharla. En términos concretos, nuestra exageración es de 16.9 puntos porcentuales. Ni siquiera las personas con mayor ingreso pagan el 39% de este al gobierno: el decil más rico solo aporta 30 pesos de cada 100 que gana (el 30.2%). Por si fuera poco, queremos pagar mucho menos: el 22.7%. De todo esto, los investigadores concluyen que:

Los mexicanos no le tenemos aversión a la desigualdad y a la inmovilidad social. Decimos que esa situación nos disgusta, pero a la hora de hacer cuentas: las hacemos a nuestro favor.  

¿Por qué no queremos pagar más impuestos? Un reparo que escucho con frecuencia es que el gobierno es corrupto. Nadie puede negar, después de investigaciones periodísticas como La estafa maestra y La casa blanca de Peña Nieto, que muchos políticos desvían los recursos que provienen de los impuestos. Podríamos aportar más, debemos hacerlo –en especial, los que más tienen–, pero no estamos seguros de que ese dinero se use para resarcir los problemas sociales. Es una explicación posible de nuestra reticencia, pero no la única. 

Quizá, agregan los autores del estudio, no estamos comprendiendo la magnitud de la pobreza, la dificultad de los obstáculos y la falta de oportunidades que enfrentan quienes nacen en el estrato social más bajo. En suma, tal vez (ojalá) sea un problema de ignorancia. Pero resulta que estimamos estos aspectos de nuestra sociedad con suficiente precisión. Respondemos que el 59% de los mexicanos son pobres (según cifras oficiales, es el 48.8%). Ante seis gráficas que representan diferentes distribuciones de ingresos, elegimos la que empata con México (solo el 11% de los encuestados respondió de otra manera). Sabemos que es poco probable que escapen de la pobreza los niños que nacen y crecen en hogares con pocos recursos; en promedio, quienes respondieron la encuesta dijeron que 52% de esos niños no lograrán mejorar sus condiciones de vida y que el 56% de los que se criaron en hogares ricos, se mantendrán, una vez que sean adultos, en ese nivel. Entendemos la desigualdad. Conocemos la inmovilidad social que atrapa a los pobres en el escalón más bajo y premia a los ricos, permitiendo que ellos y sus hijos vivan en la cúspide. “Deseamos una sociedad más igualitaria, similar a Francia o Alemania”, me escribe Rodolfo de la Torre, “hasta que tenemos que pagar por ella.”

Con todo, uno de los hallazgos más importantes de la investigación que menciono es que sobreestimamos la movilidad ascendente y descendente. ¿Qué quiere decir eso? Que creemos en nuestra capacidad y la de otros para salir adelante y mejorar. Quizá sea culpa del echeleganismo. Se nos pegó la maña de descartar los datos que sí tenemos no con otros datos, mejores e irrefutables, sino con… discursos de superación personal. ¿Cómo no? Faltaba más. Es cosa de persistir. “Mi abuelito sacó a su familia entera de la pobreza.” Le damos voz a la anécdota mientras callamos la experiencia nacional. Creemos. Creemos, a pesar de la evidencia. Creemos, en contra de nosotros mismos, en contra de las historias de vida de los más pobres, que sí, que sí se puede…

2020-04-28T14:44:40-05:00