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El derecho social a la energía
Rodolfo de la Torre*
Ante la contrarreforma eléctrica, no han faltado propuestas de examinar el replanteamiento del sector desde la perspectiva del derecho social a la energía. Aunque la electricidad es un medio para alcanzar cierta calidad de vida, más que un fin en si mismo, es de gran pertinencia este enfoque y conduce a tomar con seriedad la provisión eficiente del fluído, cuestión que demanda competencia efectiva en la generación de electricidad.
Vivir en espacios habitables, en condiciones de higiene, pudiendo consevar y procesar los alimentos, y conectado al resto de la sociedad requiere de energía que permita iluminar espacios y darles confort térmico, calentar agua, refrigerar y cocinar alimentos, y hacer funcionar diversos eletrodomésticos. Quien no cuenta con un suministro mínimo y estable de energía para alguno de estos seis elementos se encuentra en situación de ‘pobreza energética’. Quien carece al menos de tres de los requerimientos, está en pobreza energética extrema.
Los cálculos más recientes sitúan la pobreza energética en México en 30% de la población, y la pobreza extrema en 17% (Santillán, Cedano y Martínez, Analysis of Energy Poverty in 7 Latin American Countries, 2020), lo que hace que el problema de la falta de energía sea importante, si bien no tan agudo como en otros países de América Latina.
Esta pobreza no se debe a la falta de conexión al servicio eléctrico, pues menos del 1% de las viviendas se encuentran sin acceso a la red para su distribución. La pobreza energética se debe en mayor medida a la carencia de ingresos que impiden cubrir los costos de adquisición y uso de lo necesario para cocinar alimentos, que generalmente no utiliza electricidad. Los siguientes elementos que contribuyen a la pobreza energética son la falta de calefacción o aire acondicionado, y refrigeración de alimentos, donde la electricidad es clave.
Por las limitaciones de recursos que enfrentan los hogares en pobreza, tiene sentido darles transferencias de efectivo para cubrir los costos de la energía, como ocurrió en 2007 con el programa Oportunidades Energético. Menos eficiente y equitativo, pero también justificable, es dar un subsidio al consumo de energía eléctrica dentro de ciertos límites, a fin de evitar dar más apoyos a quien más electricidad gasta y desanimar su ahorro.
El esquema de tarifas diferenciadas es el que ha predominado para hacer accesible la electricidad a la población más pobre, pero esto significó que la Comisión Federal de Electricidad utilizara 70 mil millones de pesos de subsidios por parte de la Secretaría de Hacienda en 2020 para hacerlo sostenible, de acuerdo a los estados financieros de la empresa. Esto representa el 10% del presupuesto en salud del mismo año, en el cual aumentaron en más 10 millones las personas sin derecho al acceso a los servicios de salud.
Si se quiere atacar la pobreza energética mediante tarifas eléctricas artificialmente bajas, sin descuidar la atención de otros derechos sociales, es necesario generar y distribuir la electricidad a un costo menor, de tal manera que los subsidios no terminen por ser inmanejables. Esto, difícilmente se logra con la mayor parte del mercado cautivo por la empresa del estado o tolerando prácticas oligopólicas de las empresas privadas.
Si se quiere tomar en serio el derecho social a la energía, es ineludible abordar los elementos técnicos y económicos que lo favorecerían, y abandonar la idea de que es un asunto estrictamente político. Disfrazar temas complejos con simpleza ideológica es contraproducente.
* Director en Desarrollo Social con Equidad del CEEY. Columna publicada originalmente en Arena Pública el 21 de octubre de 2021.