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Caminos fáciles

Rodolfo de la Torre*

Quizás el proyecto presidencial de mayor dimensión para hacerse un lugar en la historia del país es la refinería de Dos Bocas.

Una cuantiosa inversión que no sólo debe fraguar en los pausados tiempos de su complejidad, sino que también tiene que domar una naturaleza inhospita, mantener a raya los contratiempos de su construcción y atinar a un remoto resquicio del mercado en donde sus costos sean compensados por un improbable auge del precio de las gasolinas.

Las críticas sobre su pertinencia, prioridad, rentabilidad e, incluso, viabilidad, son muchas, pero debe reconocerse la magnitud de la ambición que involucra. Hay una visión de trascendencia en ello: un México autosuficiente en combustible, que a partir de esa base impulse y arrastre otras actividades para una economía próspera. Aquí no importa la irrelevancia de los hidrocarburos ante el inevitable predominio de las energías limpias, sino la labor constructora de futuro.

Tristemente, ese afán de hacer historia se ve disminuído por la prisa en cortar listones, por la falta de planeación, por el uso de valiosos recursos que podrían dedicarse a apremiantes necesidades de salud o de combate a la pobreza, y por la improvisación, como encargar la obra a inexperimentados constructores o aceptarles cotizaciones poco realistas. En suma, por tomar atajos.

Los gobiernos que dejan una marca positiva en generaciones enteras de mexicanos suelen poner una primera piedra sin ver la última. Crean o depuran instituciones que heredan, incluso a sus adversarios, para ser continuadas, como el caso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Este no es el caso de la presente administración, que suele transformar sin cimientos.

El más reciente episodio de renuncia a una labor constructiva y perseverante es la  desaparición de 109 fideicomisos, incluyendo en ellos los que apoyan a la ciencia, la tecnología, la cultura y las instituciones de educación superior de mayor productividad y prestigio en el país.

Eliminando fondos clave, como el de atención a desastres naturales y de gastos catastróficos en salud, se obtiene recursos fáciles, sin el costo de una reforma fiscal, se gana control sobre sus beneficiarios y se evita el duro trabajo de supervisar con eficiencia.

En esta apropiación de presupuesto y destrucción del andamiaje para circunscribir el gasto a ciertos propósitos, el Legislativo ha actuado como operador de los deseos del Ejecutivo, sin el más mínimo propósito de examinar a detalle cada caso para corregir lo que fuera necesario. La supuesta o real corrupción de algunas situaciones se resuelve con el expediente fácil de acabar con todo, incluso lo que ha funcionado muy bien.

Este modus operandi de grandes cambios con poco esfuerzo que los sostenga no es nuevo. La gratuidad del sistema de salud se dio en la ley, pero sin el acopio de fondos que la hiciera posible. El agradecimiento del magisterio se ganó relegando la evaluación de los docentes, pero sin proporcionarles los medios para que mejoren su enseñanza. El bienestar de las familias se procura con un sencillo reparto de dinero, y no mejorando laboriosamente los servicios públicos, como la disponibilidad de medicamentos, la calidad educativa o las disponibilidad de estancias infantiles para facilitar la vida de las madres que trabajan.

Cambiar sin construir bases duraderas que sostengan la transformación tiene consecuencias. Un fugaz alivio a las presiones del presente y un efímero triunfo sobre los afectados y los adversarios, pero con un gigantesco costo económico, que se transmitirá de una generación a otra, y una enorme erosión del pedestal donde se quiere ser mirado por la historia. Así son los caminos fáciles.

 *Director en Desarrollo Social con Equidad del CEEY. Artículo publicado originalmente en Arena Pública el 7 de octubre de 2020. 

2020-10-07T17:16:15-05:00