El INSABI y la movilidad social en salud
Rodolfo de la Torre*
La reforma al artículo cuarto constitucional, realizada en mayo de 2020 con el propósito de proporcionar acceso universal a los servicios de salud, fue una gran oportunidad de construir la piedra angular para un estado de bienestar sólido y duradero. Desafortunadamente, tal oportunidad se perdió, e incluso hubo un deterioro en el acceso a los servicios de salud, lo que junto con la pandemia de COVID-19 se ha traducido en un panorama de menos años de vida saludable para las próximas generaciones.
Los cambios a la Constitución instituyeron un Sistema Nacional de Salud para el Bienestar, donde el Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI) sería la pieza clave. El INSABI proveería la prestación gratuita de servicios de salud, medicamentos y demás insumos a las personas sin seguridad social, así como la coordinación a los prestadores de servicios de salud estatales y federales que se integrarían a este esfuerzo.
Al momento de su creación, el INSABI enfrentaba dos retos centrales. Por una parte, movilizar los recursos necesarios para cubrir la demanda de atención médica de las cerca de 52 millones de personas afiliadas a su antecesor, el Seguro Popular, y dar acceso gradual a los servicios de salud a las más de 20 millones de personas que declararon no tener dicho acceso. Por otra parte, el INSABI debía construir un nuevo sistema de administración de personal, adquisición de insumos y provisión de servicios amalgamando las unidades médicas estatales, del IMSS-Bienestar y de la Secretaría de Salud, que se sumaran al esfuerzo: una tarea de coordinación y logística de grandes dimensiones.
En cuanto al primer reto, la transición al INSABI significó recursos claramente insuficientes para sus objetivos. El gasto para la población sin seguridad social, si bien aumentó de 0.73% del PIB en 2019 a 0.91% en 2020, luego se redujo a 0.79% en 2021. Esto significó que el gasto per cápita para la población sin seguridad social descendiera de 3,656 pesos en 2019, a 3,299 en 2020 y luego a 2,911 pesos en 2021, montos en términos reales a precios de este último año. Además, el gasto en casos de alta especialidad cayó 27% (ver CIEP).
La reducción en los recursos dedicados a las personas sin seguridad social significó un marcado aumento en quienes no cuentan con servicios de salud. En 2018 se calculaba que 21.2 millones de personas no gozaban de acceso a algún tipo de servicio de salud. Esta cifra aumentó a 27.1 millones en marzo de 2020, antes de sufrir los mayores efectos de la pandemia, y luego alcanzó los 35.7 millones, para el tercer trimestre de 2020.
En cuanto al segundo reto, el anuncio presidencial del 4 de febrero de 2021, donde se estableció que se “federalizarían” los servicios de salud mediante el programa IMSS-Bienestar, implícitamente se reconoció que el INSABI no cumplió su función coordinadora y logística. Ahora sería el IMSS, mediante su programa para las personas en zonas de alta marginación, el encargado de dar los servicios de salud a la población sin seguridad social. Lo anterior mediante acuerdos de colaboración en los que las entidades federativas ceden su infraestructura física y humana. El IMSS-Bienestar pasó de ente coordinado a coordinador.
La razón de este cambio es un mal diseño del INSABI. Esta institución sustituyó las aportaciones estatales y el funcionamiento descentralizado de las unidades médicas por fondos exclusivamente federales y una operación centralizada, que al menos exigía un difícil y largo proceso de aprendizaje. Además, se abandonaron elementos de control y planeación elementales, como la definición clara de los servicios médicos brindados, la afiliación explícita y la comunicación constante con los derechohabientes del nuevo sistema (ver el análisis de Cortés Adame).
En el fondo, el INSABI agregó problemas presupuestales y de gestión a una falla de diseño fundamental del Seguro Popular. Ambos mantuvieron una atención diferenciada al derecho al acceso a los servicios de salud, por un lado, con instituciones como el IMSS para aquellos dentro de la formalidad laboral y el Seguro Popular o el INSABI para los demás. Este esquema se aleja de un sistema de salud universal, unificado y financiado con impuestos generales (ver CEEY).
Un sistema de salud debilitado no favorece la posibilidad de que la esperanza de vida de las nuevas generaciones sea mayor e independiente de la de origen. Este tipo de movilidad en salud ha sido mayor para quienes cuentan con seguridad social formal. Las personas adscritas al Seguro Popular suelen presentar una movilidad menor; sin embargo, la más baja corresponde a quienes no tienen acceso a ningún servicio público de salud (ver Reporte movilidad social en salud 2020).
Un INSABI con dificultades para cumplir las funciones del Seguro Popular y un mayor porcentaje de población sin acceso a los servicios de salud anticipan una menor movilidad en salud, independientemente del efecto de la pandemia. Sin embargo, la presencia del COVID-19 profundiza estas pérdidas de movilidad al tener mayores efectos sobre la población más vulnerable. El riesgo a la vida es mayor donde el sistema de salud tiene menos recursos y las personas sufren mayor pobreza (ver Vulnerabilidades, amenazas y riesgos de salud en México).
Una forma de aproximar la pérdida de movilidad social en salud es comparar la esperanza de vida al nacer de padres típicos, nacidos hacia 1995, con la de sus hijos, nacidos en 2019 antes de la pandemia, y luego comparar a este grupo con los padres de la misma edad, pero con hijos nacidos en 2020, en plena pandemia. De esta forma tendríamos una idea de la ganancia o pérdida de condiciones de salud ante situaciones diferentes.
Los padres nacidos en 1995 tuvieron un entorno donde la esperanza de vida al nacer era de 72.6 años, y sus hijos nacidos al inicio en 2019 tendrían una de 75 años. Esto representa un aumento de 2.4 años de vida respecto a la de los padres, es decir, una movilidad de 3.3% respecto a la esperanza de vida de referencia (ver De la Torre).
Estudios recientes sitúan la pérdida de esperanza de vida en México durante 2020 en alrededor de tres años (ver García Guerrero y Beltrán Sánchez). La esperanza de vida al nacer retrocedió a los niveles de 1993. Esto significa que no solo se perdió la movilidad social en salud de una generación a otra, sino que esta se tornó negativa: la esperanza de vida de los padres resultó ser mayor que la de los hijos.
Por el momento, es imposible saber qué parte de la movilidad en salud es atribuible a la pandemia y cuál le corresponde a un sistema de salud mal preparado para enfrentarla. Saber qué habría ocurrido con la esperanza de vida sin la pandemia, pero con el nuevo sistema de salud, sería clave para establecer con precisión el costo en años de vida de las nuevas generaciones de este intento de reforma. Sin embargo, lo que sí se puede afirmar de forma contundente, es que la construcción de un sistema de salud de cobertura universal que impulse la movilidad social aún es una tarea pendiente.
*Director de Movilidad Social del CEEY. Columna publicada originalmente en Nexos el 1 de junio de 2022.